El mal que pesaba sobre
Jorge Centurión.
I
Mientras
permanecí como director del instituto de salud mental Rudzik no hubo siquiera un caso que pudiese producirme inquietudes
más allá de las mínimas y necesarias correspondientes a un profesional de la salud
mental. La ciudad de N. no parecía favorecer al trastorno mental de sus
residentes. Era ese el motivo por el cual, durante meses, danzó en mis
pensamientos la idéa de partir hacia la capital en busca de una actividad
intelectualmente más desafiante, aunque esto representara la perdida de un
puesto tan importante como el que poseía.
Me hallaba más cerca que nunca de
convertir este pensamiento en acción
cuando Jorge Centurión me otorgó aquello que estaba buscando, un
desafío.
Me sorprendió verlo por primera vez,
aunque al momento de su ingreso en el instituto ya había observado su figura al
menos una centena de veces entre sus apariciones en los diarios y la
televisión. Debo decir que me hallé un poco desilusionado en aquel momento. Un
detalle que había captado mi atención acerca del comportamiento de Jorge
Centurión era su mirada. Esta, firme y decidida, jamás se encontraba con la de
su interlocutor. En todas las entrevistas presentadas por la televisión o en
las fotografías publicadas en los diarios su mirada no se encontraba jamás con
la cámara o el entrevistador. Mantenía su rostro dirigido hacia su falda y sus
ojos encontraban el suelo o los lados. De tanto en tanto observaba a su
interlocutor por el espacio fugaz de un segundo y volvía su mirada al suelo.
Al ingresar al instituto, rodeado de
una multitud de periodistas provenientes de la capital y otras provincias,
clavó su mirada en mí. El lapso de tiempo fue apenas el de unos escasos
segundos. Sin embargo fui incapaz de hallar aquella dureza que creía descubrir
en él cuando observaba sus apariciones en televisión. En aquel breve contacto
visual atisbé a un hombre doblegado por el peso de un dolor imposible de
sobrellevar por más tiempo. No parecía un hombre seguro, y para poder realizar
aquellos actos aberrantes de los que se lo acusaba se necesitan ambas
cualidades, seguridad y firmeza. Ignoro si yo veía lo que quería ver en él,
mediando entre nosotros una cámara, o si realmente el hombre que entró en mi
institución era un hombre de actitud distinta a la que yo había observado hasta
entonces.
Jorge fue conducido a su habitación.
Hubo que combatir a los periodistas hasta lograr expulsarlos a la calle. Luego
hubo que expulsar a todos los fotógrafos que se hallaban ocultos en el interior
del instituto (algunos de ellos inclusive disfrazados) con la esperanza de
obtener una foto del nuevo interno.
Luego debí soportar una conferencia
de prensa, interminable e inútil, en la que repetí hasta el cansancio que no
podía afirmar si el paciente era realmente un trastornado mental o no, ya que
aún no había entrado en contacto con él. Afirmé, de todas maneras, que confiaba
en el juicio del psiquiatra que había declarado a Jorge Centurión incapaz de
ser juzgado debido a que su estado mental no se correspondía con el de una
persona en su sano juicio, pero que mi deber era realizar una nueva pericia y
eso llevaría tiempo.
Para cuando hube terminado,
simplemente deseaba llegar a mi hogar para abrazar a Celina y a mi pequeña
Melissa. En el trayecto medité acerca de cuanto había mentido en las
entrevistas. Si bien era verdad que jamás había hablado con Centurión, ya me
había hecho a la idea de que su locura era real y no fingida. Aunque para
afirmarlo debía esperar aun el transcurso de un día, hasta nuestra primera
entrevista. Debía actuar con extrema cautela, pues el periodismo de todo el
país se hallaba ansioso por obtener novedades acerca del hombre que había
ganado la atención y despertado el horror en todos los que habían oído acerca
de su existencia.