II
Con
una taza de café en mano me dirigí a la
celda de Jorge Centurión, dispuesto a oír su versión de
la historia. Para no
abundar en excesivos términos clínicos, simplemente diré que el expediente que
llegó a mis manos con los resultados de la evaluación psiquiátrica realizada a
mi paciente afirmaba que el mismo no
poseía la capacidad de distinguir entre la
realidad y las ficciones que elaboraba su mente. Aquellas imaginaciones que
poblaban su pensamiento lo volvían peligroso tanto para quienes lo rodeaban
como para sí mismo.
Los resultados de su estado mental habían dejado un número
de ocho asesinatos brutales. Las víctimas habían sido previamente torturadas
con alevosía y aparente rencor. Un solo hecho me resultaba curioso, Jorge no
conocía a ninguna de sus víctimas. En algunos casos había debido viajar grandes
distancias, hasta otras provincias inclusive, para llevar acabo los asesinatos.
El informe policial parecía indicar que la forma en la que había operado
demostraba un gran conocimiento de las actividades de sus víctimas así como de
sus hogares. Esto, vuelvo a repetirlo, era imposible ya que, en la mayoría de
los casos, Jorge no había tenido contacto alguno con ellas durante toda su
vida.
No pareciera tampoco haber ningún patrón en la selección de
las víctimas. Estas pertenecían a ambos sexos. Sus edades variaban desde los
veinte años hasta los sesenta y cinco, atravesando los treinta, los cuarenta y
los cincuenta.
En ninguno de los asesinatos podía verse tampoco un patrón
preestablecido para torturar o quitarle la vida a sus víctimas. Parecía actuar
sin seguir un plan o sin un gusto particular, como si gustase de probar métodos
aleatorios para inflingir dolor en sus víctimas.
La pregunta que cabía hacerse entonces era: ¿Por qué? ¿Por qué
un joven pintor de veinticinco años, abandona una vida normal, sin antecedentes
policiales o de problemas psiquiátricos y dedica tres años de su juventud a
torturar y asesinar personas contra las que no podía poseer encono? La
respuesta que él otorgó a quién quisiera oírlo desde el primer día les aseguro
que jamás la había oído con anterioridad.
De acuerdo con la información que figuraba en el expediente,
Jorge no había modificado en ninguna ocasión sus declaraciones. Desde el primer
momento en que fue apresado por la policía local, hasta su última conversación
con el fiscal. Una y otra vez explicó el porqué de sus actos con la misma
justificación.
Trataré de explicar aquí para ustedes, los motivos bajo los
cuales Centurión justificaba sus acciones. De acuerdo con sus afirmaciones, era
víctima de un curioso padecimiento, el que lo llevó a cometer los atroces
asesinatos a causa de los que fue apresado. Disculpen si demoro en relatarles
la causa de los trastornos de Centurión, pero sucede que si no comprenden o
deciden aceptar estas causas, entonces no podrán comprender sus acciones. Su
justificación, debo decirlo, no se asemejaba a ninguna que yo hubiera oído
antes en ninguno de mis pacientes.
Jorge afirmaba que las almas de hombres y mujeres, víctimas
de asesinatos violentos, sucedidos días, meses o años antes de los crímenes
cometidos por él, reencarnaban en su cuerpo. Sé que suena increíble, también lo
fue para mí. Sostenía que las almas de estos hombres y mujeres se hallaban
dentro de él, pero no poseían su cuerpo o sus acciones. Simplemente se
limitaban a hablarle y a suplicarle u ordenarle que las vengue. Si se negaba o
deseaba no hacerlo, ellas le imponían sus
recuerdos. Así llamaba Centurión a lo que sucedía cuando comenzaba a ver
las muertes de las víctimas que se hallaban en su mente a través de los ojos de
estas. Ellas le mostraban los atroces sufrimientos de los que habían sido
víctimas, la forma en que sus asesinos los torturaron con furia o con desidia
según el caso.
Realizó estas afirmaciones una y otra vez. Aportando
detalles cuando se lo solicitaban. Explicando cómo y cuando asesinó a cada
persona y explicando paso a paso su proceder, sin demostrar placer ni
remordimiento por los actos cometidos. Aunque tampoco se podría afirmar que le
fueran indiferentes. Tan solo parecía un hombre consumido por una pena
extraordinaria.
Dependía de mí decidir si todo aquello que había declarado
era parte de una estratagema ideada con el único objetivo de escapar a la
prisión, o si por el contrario, se trataba de una clase de delirio muy
particular. Si me hallaba frente al último de estos casos entonces me disponía a
documentar de la manera más precisa posible el mal que pesaba sobre Jorge
Centurión.